Continúo con la segunda meditación de los ejercicios espirituales de este verano. Perdonad si no tomé muchas notas, aunque creo que las que tomé nos podrán ayudar. Aunque sea simplemente rezar, cantar, el himno a Efesios de Pablo.
Himno de la carta a los Efesios
Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
4Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante él por el amor.
5Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
6para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
7Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
8El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
9dándonos a conocer el misterio de su voluntad.
Este es el plan
que había proyectado 10realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.
Al rezar este himno estamos reconociendo a Dios como el Santo (Bendito sea) y al mismo tiempo como Padre de nuestro Señor Jesucristo. En realidad es Jesús quién nos descubre como es Dios. A partir de Jesús sabemos de Dios, sabemos como siente y como actúa Dios. El Dios de nuestro Señor Jesucristo. Este Dios nos ha bendecido a nosotros porque antes de la creación del mundo nos quiso ya a nosotros en Cristo y por Cristo. Dios nos quiso, nos ve y nos quiere a todos. Dios nos quiere como imagen de la imagen. Porque por nuestro ser hombres, por nuestra simple existencia humana, por pertenecer a la especie humana, cada uno de nosotros, cada hombre está en relación con Jesucristo: hay una vinculación entre Jesucristo y todos los hombres. Y por eso somos apreciables ante Dios. Jesús es la razón de ser de la humanidad entera. No podemos pensar en nosotros mismos sin ese beneplácito de Dios.
Para alabanza y gloria de su gracia. Su amor es causa de alegría de muchos. Esa gracia con la cuál nos hizo gratos, en el amado. En todo este plan de Dios aparece un contratiempo: el PECADO. El pecado no es la razón de la Encarnación, pero si es la razón del modo histórico de la Encarnación. Jesús vive su vida de Hijo en un mundo de idolatrías, acompañado de la soledad, de la incomprensión y, al final, de la agonía y de la muerte.
Por amor gratuito nos crea para compartir su vida eterna. Por Cristo, a pesar de nuestros pecados, nos recrea y así podemos decir: donde abundó el pecado, SOBREABUNDÓ la Gracia. Con toda sabiduría y prudencia. Es el Misterio de Dios. Recapituladas todas las cosas en Cristo. Todo encabezado por Cristo. Este es el mundo verdadero del cuál huye nuestro mundo. Deberíamos vivir dolorosamente esta enfermedad de la humanidad que huye de Dios. Dolorosamente porque es un drama. Parece que el mundo real es solo el mundo de la técnica que se puede manejar, pero ese no es el mundo real. En Efesios encontramos la descripción de lo que san Pablo llama el Misterio de la voluntad de Dios. Cristo, Hijo de Dios, interlocutor amoroso de las riquezas de Dios, ese hombre Jesús es KYRIOS, que significa Señor que ejerce de Dios. Y nosotros estamos en ese misterio porque somos de la casa de Dios. Jesús nos presenta ante Dios como sus hermanos. Por eso la vida del cristiano es vivir a la sombra de Jesús y ser receptores del Espíritu Santo. Si vivimos como el Hijo, somos amados como el Hijo. Vivir:
– Desde el Espíritu Santo, que nos hace gustar las cosas santas.
– Reconociendo nuestros pecados y rectificando nuestra vida en todo lo que sea exilio de la voluntad de Dios.
– Con alegría porque Dios nos quiere, y eso nos hará vivir la vida con Gratuidad y con Confianza.
En ese hacer examen de como vivimos nuestra vida, si somos capaces de ver el mundo real, el mundo que Dios ha querido para nosotros, tenemos que poner dos referencias:
a) La Iglesia, como humanidad en la medida que se reconoce a sí misma en Jesús.
b) La Virgen María, prototipo de la Iglesia que se descubre a sí misma en y por Jesús, y vive la vida a partir del vínculo en la fe en Jesús.