Es curioso que el nombre latino de nuestra especie, de la humana, sea homo sapiens, es decir, el hombre sabio. Digo que es curioso porque el concepto de sabio, de tener sabiduría, puede ser equívoco. En muchas ocasiones pensamos que un hombre o una mujer son sabios cuando conocen muchas respuestas (por ejemplo cuando tienen una amplia cultura general) o cuando tienen muchos conocimientos acerca de una especialidad y decimos que es un sabio en su materia. En realidad el concepto de sabiduría en las culturas más primitivas no tiene que ver tanto con el conocimiento como con el «sabor». Sí, con el sabor de saborear (de hecho en latín saber y saborear tienen la misma raíz). En las tribus el sabio no es el que más conoce ni el que tiene todas las respuestas sino el que es capaz de hacerse grandes preguntas. El sabio es aquella persona capaz de preguntarse por el sentido de su vida, el que es capaz de preguntarse por el verdadero «sabor» de su vida.
Al preguntarse por el sentido de la vida aparece inevitablemente la pregunta acerca de Dios. Y ante la pregunta sobre Dios la persona sabia descubre que no hay respuestas fáciles. Saber sobre Dios solo es posible si Dios se revela y se muestra. Eso es lo que celebramos en este II Domingo de Navidad. Dios se ha querido mostrar al hombre para que el hombre pudiese saber de Dios. Eso es lo que recoge la historia de la salvación judío-cristiana y de una manera especial el Libro de Eclesiástico 24,1-4.12-16. al presentarnos a la Sabiduría de Dios que habita en medio de su pueblo. Dios quiere que sepamos de él. Este mostrarse, este revelarse ha llegado a plenitud en la encarnación de Jesucristo ( San Juan 1,1-18). En Jesucristo, Dios mismo se ha hecho hombre para que nosotros seamos familia de Dios, hijos adoptivos del Padre, hijos de Dios (Efesios 1,3-6.15-18). Quienes realmente saben quienes somos son nuestros familiares. A quienes nos mostramos tal como somos es a nuestra familia. Dios ha querido hacerse familia para que sepamos realmente quién es. Eso es la Navidad. El plan de Dios llevada a su plenitud: que todos los hombres sepan quién es Dios haciéndolos hijos de Dios. La sabiduría de Dios es por tanto un regalo, un don que Dios nos da al hacernos sus hijos. Por eso los cristianos somos hombres y mujeres sabios (no por nuestros muchos conocimientos: «Te doy gracias Padre porque has ocultada estas cosas a los sabios y a los soberbios de corazón y se las has revelado a los humildes») porque somos familia de Dios, porque sabemos de Dios. Esa sabiduría de Dios llegará a su culmen en la Resurrección cuando veamos cara a cara a Dios, tal cuál es.
Mientras tanto Dios no se conforma. En la Eucaristía la Sabiduría (con mayúsculas) se hace carne y sangre no solo para que nosotros sepamos quien es Dios sino para que nosotros «saboreemos» a Dios. Dios se hace alimento para que nosotros crezcamos en Él, de tal manera que podamos decir «No soy yo quien vive sino es Cristo quien vive en mí». El sabio cristiano es el que se alimenta de Cristo -Sabiduría de Dios.